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Marco Focchi

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LA CAUSA EN LA CLÍNICA PSICOANALÍTICA

Para hablar de clínica en psicoanálisis, hay que distinguir conceptos diferentes que suelen superponerse. Muy frecuentemente suele darse por descontado el significado del concepto de clínica, lo que hace que el mismo se desplace hacia lo que se entiende por clínica en medicina, induciendo a la confusión y creando falsas expectativas. Nos dejamos atraer por la generalización que uniforma prácticas diversas como la médica, la pedagógica o aquella psicoterapéutica, se nos deja sobre un lecho de Procuste donde todo es filtrado por el simple algoritmo empresarial costo-beneficio. En el psicoanálisis, de hecho, a diferencia de la medicina, no subsiste una clínica hecha de observaciones, de datos, de números, de estadísticas, porque hay que dar lugar a una dimensión subjetiva que no convive con las exigencias de la medición. Por otro lado, si también la tarea educativa implica una dimensión subjetiva, en la pedagogía, en cambio, la misma se dirige a un saber que, a diferencia de aquel que es inconsciente, se acumula, y se basa en la proyección de un crecimiento gradual y constante. El objetivo psicoterapéutico puede luego ser individualizado en la superación de un sufrimiento sintomático, pero hay que definir lo que ese síntoma es cuando no coincide exclusivamente con los problemas generados por disfunciones orgánicas.

Articulación de la clínica con la ética

Una práctica que pone en juego al sujeto del modo en que lo hace la experiencia psicoanalítica, implica necesariamente una clínica articulada con la ética. Podemos tomar  a la ética desde muchos ángulos diversos,

considerar que implique tanto el modo de vivir bien la propia vida, como la búsqueda de un bien, la búsqueda de un modo de habitar el propio mundo o de cumplir con el propio deber, o de no ceder ante el propio deseo.

En la perspectiva de hoy tomamos a la ética en su sentido más general, como una dimensión ligada a la posibilidad de elecciones en las cuales el sujeto se pone en juego, donde la elección no es simplemente entre diversos datos, sino entre diversas modalidades o posibilidades de existencia. Una perspectiva positivista, reduccionista, aquella que abraza la medicina desde el siglo XIX, y compuesta por concatenaciones entre causas y efectos, no podría desarrollarse en dirección a una clínica que incluyera a la ética cuyo presupuesto, en el sentido más general, es una libertad subjetiva. Los comité éticos, en medicina, quedan normalmente como entidades externas al campo de la clínica, sus decisiones no son intrínsecas a la posibilidad de las operaciones, y tienen más que ver con su oportunidad, con el hecho de que sea justo o no proceder en una dirección que desde el punto de vista técnico, sea en todo caso considerada practicable.

Los presupuestos de la medicina científica

La clínica se desarrolla en primer lugar en la medicina. Desde que se inscribió en el discurso científico, la medicina se movió cada vez más en dirección hacia una objetivación de la clínica, constituyéndola a través de datos experimentales, de observación, desarrollando una conciencia confiable, verificable y compartible de la realidad a la cual se dirige.

Históricamente la medicina inicia a tomar este curso con Claude Bernard que ocupó la primera cátedra instituida de fisiología en la Sorbona y cuya principal obra fue “una introducción al estudio experimental de la medicina”, libro cuya primera parte es una amplia exposición del método experimental, y la segunda y la tercera tratan sobre la aplicación de este método a los cuerpos vivientes. Abrazando plenamente los principios positivistas de su tiempo, Claude Bernard quiere, de hecho, darle a la medicina un método científico, basando sus propios principios en la afirmación del determinismo como condición objetiva de los fenómenos de la vida.
El conocimiento científico, nacido dos siglos antes con Galilei, había hasta ese entonces circunscrito el propio campo de investigación a los fenómenos relativos a la materia inerte, en donde un ente mantiene, si no hay interacción con fuerzas externas, el estado de movimiento o de quietud en el que se encuentra. El estado de quietud o el movimiento se perpetúan si no hay algo que los modifique, y cada mutación en el movimiento de un ente, ya sea aceleración o desaceleración no proviene nunca, de forma autónoma, del ente. Esto es lo que permite someterlo al cálculo en un marco determinista de interacción entre causas y efectos, debido a que si los entes reaccionaran por propia iniciativa, sus interacciones serían impredecibles. Aplicar el método científico a la materia viviente más bien que a la inerte implica, entonces, una extensión respecto de su campo de pertinencia originario, y es la posibilidad sobre la cual apuesta Bernard, estableciendo una equivalencia entre los cuerpos inertes y los cuerpos vivientes para poderlos estudiar en base a los mismos principios.

Su idea central es que en el animal existen dos ambientes, uno externo en el cual el organismo es colocado – aire para el ser aéreo, agua salada o dulce para el animal acuático – y uno interno formado por un líquido orgánico – linfa o plasma sanguíneo – que circula y que se difunde mojando todos los elementos anatómicos de los tejidos. Bernard sostiene – y esto es la revolución, o la ruptura que introduce en la medicina – que detrás de la aparente espontaneidad de los organismos la investigación fisiológica pueda revelar la presencia de condiciones constantes físicas y químicas. El organismo resulta entonces regido por un funcionamiento del tipo determinista y este funcionamiento también puede trabarse, frenarse, bloquearse. La clínica interviene cuando las cosas no funcionan, para individualizar la causa por la que no funcionan y, sobre estas premisas, la tarea de la terapia es la de remediar el estado de enfermedad. La base de la clínica médica en este sentido es entonces la equiparación de la enfermedad a un disfunción, y su tarea es la de repararlo reconociendo aquello que lo provocó. La concepción de la enfermedad como disfunción depende por lo tanto, estrechamente, de la perspectiva positivista y científica en la que la encuadra Bernard. Esto delinea una visión teórica absolutamente interesante, a condición de saber que no es la única concepción que se puede tener de la misma. Piénsese por ejemplo en la exploración de la enfermedad como conocimiento en Proust, Mann, Dostoievski, Virginia Woolf, o a la enfermedad como modo de investigación sobre la salud en Nietzsche, con miras diversas, evidentemente, de la terapéutica.

Para estudiar al ambiente interno Claude Bernard se sirve ampliamente de la vivisección. No es el primero dado que la vivisección era una

práctica ampliamente ejercitada ya desde la medicina griega. Incluso Aristóteles hacía uso de la misma pero bajo una perspectiva finalista, para mostrar cómo las partes de los animales tenían un fin, y cómo la estructura corpórea del animal correspondía al alma. En Claude Bernard la vivisección sirve más a la perspectiva finalista porque es presa de la lógica de la causalidad eficiente.

Michel Foucault nos ha acostumbrado a pensar que el punto de quiebre en la medicina, el verdadero y propio cambio epistémico, se verifica con la salida de la superstición de una correspondencia entre macrocosmos y microcosmos, de la idea de que el hombre es un espejo del universo. Esto ocurre cuando la anatomía patológica promovida por Xavier Bichat, que pertenece a la generación anterior a la de Bernard, devela la verdad del cuerpo. Faltaban aún los experimentos de vivisección de Bernard para que la medicina se inscribiera en el discurso científico e hiciera propio al vínculo que la compromete a atenerse a un riguroso determinismo. Solo cuando aquello que aparece como la espontaneidad del viviente es reconducido a la inercia de los cuerpos físicos, el determinismo del discurso científico puede aprehender al verdadero y propio objeto de la medicina: el cuerpo no vivido.

El determinismo del inconsciente

Esta construcción histórica y científica nos interesa directamente porque también la noción de inconsciente, en su momento constitutivo, es deudora de una idea determinista. Freud, de hecho, justifica inicialmente el inconsciente a través de las lagunas de la conciencia. Es posible

observar algunas manifestaciones, actos fallidos, que escapan al control de la conciencia. Del mismo modo, hay expresiones verbales, los lapsus, que van en contra de lo que el sujeto tiene intenciones de decir conscientemente. Hay todo un mundo, el onírico, que existe por fuera de la conciencia y que se desarrolla en otro plano. El razonamiento de Freud es que entonces, cuando falta la determinación de una instancia psíquica, la conciencia, tiene que necesariamente tomar el control otra instancia ajena a ésta. Esta nueva instancia, que se manifiesta solo de modo indirecto, es el inconsciente. 

Esta primera definición freudiana del inconsciente posee un carácter fuertemente determinista y sobre todo es una definición que depende fuertemente de la de la conciencia: el inconsciente es algo cuya existencia deducimos a partir de efectos cuyas causas no son conscientes.
No es sin dudas una definición a la que Freud se haya atenido a lo largo de sus posteriores reflexiones. No podríamos ciertamente reducir el desarrollo de la noción de inconsciente en el pensamiento freudiano a la idea determinista de los inicios, pero es interesante ver el punto de partida. Freud, en sus descripciones clínicas, retomó la problemática extensamente, contemplando espacios de elección subjetiva sobre los cuales la lógica determinista no pesa pero el aspecto determinista jamás fue anulado ni reabsorbido. Por otra parte, tenemos que considerar que es precisamente este aspecto el que distingue al psicoanálisis de todas las anteriores formas de tratamiento moral, o de tratamiento del alma que van desde la antigüedad hasta el nacimiento de la psiquiatría moderna con Philippe Pinel.

En la antigüedad, para los estoicos griegos, y luego en particular para Cicerón, el tratamiento del alma consistía en dominar las pasiones, en contener el pathos, y calmar el exceso reconduciéndolo al control de la voluntad. Pinel, atento lector de Cicerón, consideraba que la locura, la pérdida de la razón, no era nunca total, y que el tratamiento moral consistía en apelar a la razón residual para circunscribir las partes que huyeron al control. 

El inconsciente es, en un cierto sentido, el gran descubrimiento del siglo XX que separa el tratamiento psicoanalítico de las formas de tratamiento moral que van desde el estoicismo griego, hasta Cicerón y Pinel, que apelan sustancialmente al dominio de uno mismo, a la voluntad y a la razón que gobierna las pasiones.

Hay algo más fuerte que yo

El inconsciente freudiano es entonces, antes que nada, la manifestación del hecho de que hay algo más fuerte que yo, hay algo que escapa a la razón, a la buena voluntad al control. Con el descubrimiento del inconsciente el logos – que interpretado en términos de razón es concebido como una facultad, es decir, como un poder, un instrumento del cual el hombre puede servirse – se revela, en cambio, como algo que no está completamente bajo el poder del hombre, y que más bien si pensamos en el logos como lenguaje, tiene al hombre en su poder. Es lo que Lacan expresa en varias ocasiones en los años setenta diciendo que el lenguaje es el parásito del hombre.
Definir al lenguaje como parásito del hombre es sin dudas valerse de una

metáfora, pero es una metáfora tan apegada a la realidad que deberíamos quizás tomarla al pié de la letra: en la relación parasitaria, de hecho, a diferencia de aquélla simbiótica, el huésped se beneficia a expensas del organismo hospedador creándole un daño biológico. Y seguramente el lenguaje induce en el hombre, si bien no un daño, un empobrecimiento vital, lo desarma biológicamente respecto del animal en el mismo momento en el que le brinda una guía y un instrumento en lugar de la vía instintiva que lo hace descarrilar.

Los límites internos de la razón

El inconsciente es la idea de que no todo el lenguaje está circunscripto por lo que llamamos razón. Esto no significa que hablar de inconsciente nos lleve hacia cualquier forma de irracionalismo. Esta es una fácil interpretación que a veces fue tomada pero que traiciona por completo la realidad del inconsciente. De hecho, el inconsciente en el sentido psicoanalítico no tiene nada que ver con el irracionalismo. Las corrientes irracionalistas de pensamiento recurren, de hecho, para confrontar a la razón, a fuerzas externas a la razón, como la voluntad, el instinto o la sensación. El inconsciente no tiene nada que ver con todo esto porque si lo tomamos puramente en la estructura del lenguaje, vemos cómo el punto de comparación, de contradicción del logos, no viene de cualquier expresión o fuerza externa al logos. Si el término “lógica” deriva de logos, la lógica, además de construir una arquitectura ordenada en el lenguaje, nos muestra cómo un determinado uso del lenguaje produzca determinados monstruos especiales, aquellos que los estudiosos han llamado paradojas y que implican dilemas sin escapatoria, que no

encuentran solución a través de las vías normales del razonamiento, como el conjunto de todos los conjuntos que no pertenecen a sí mismos, el cual pertenece a sí mismo solo si no pertenece a sí mismo.
El inconsciente es el hecho de que no somos dueños del lenguaje: aquello que debería ser el instrumento, la guía del hombre, en cambio lo desorienta, y el instrumento en vez de dejarse usar, se adueña de él, lo lleva a veces hacia donde no quiere ir, lo hace entrar en miles de contradicciones, lo hace perderse en un laberinto imposible de sortear.
La mejor imagen del lenguaje es la del laberinto, un laberinto del cual no hay salida, un laberinto donde es mejor tratar de hacerse amigo del Minotauro, porque tarde o temprano nos lo encontraremos.
El laberinto es una imagen recurrente en los sueños, donde aparece en las formas más diversas: es un pantano en el cual nos encallamos, una extensión de agua por la cual nunca llegamos a la orilla, un bosque habitado por animales extraños, una calle en la cual uno se encuentra siempre en el inicio.
El Minotauro es una bestia feroz, el Minotauro es una pantano el Minotauro es una pesadilla que nos despierta a la noche, el Minotauro es, en última instancia, alguien con el que es imposible pactar, pero con quien sabemos que debemos convivir.

El inconsciente es por lo tanto, ante todo, donde versa algo para nosotros tan familiar, como el lenguaje, la lengua materna con la cual nos expresamos, pero que en vez de acompañarnos se nos va de control, se nos escapa, nos determina, nos lleva en direcciones que no hemos elegido, empujados por fuerzas que no dominamos.

Locura y libertad
 
El tratamiento moral de los psiquiatras iluministas apelaba a la razón, a aquel residuo de la razón que la locura no había podido apagar, apelaba a ese poco de libertad que el hombre podía aún tener para luchar contra las tinieblas del delirio. Hoy sabemos que no es el delirio lo que ofusca a la razón sino que la razón misma posee un fondo opaco que está fuera del alcance de nuestras manos.
En La Psicopatología de la vida cotidiana Freud notaba, por ejemplo, que habitualmente nos sentimos libres de elegir las palabras y las imágenes con las que expresamos nuestras ideas, pero que si miramos más atentamente, nos damos cuenta de que hay consideraciones que son ajenas a las ideas, que determinan los modos y las formas en las que transmitimos estas mismas ideas y que nuestras ideas revelan un sentido más profundo que el aparente, del cual ni nosotros mismos nos damos cuenta.
Desde este punto de vista, el inconsciente parece estar del lado opuesto a la libertad, parece ser aquello que nos encadena, que no nos permite hacer lo que querríamos hacer.
En el Discurso sobre la causalidad psíquica, en Bonneval, en 1946, Lacan parece ir en esta misma dirección cuando dice, en su frase mil veces citada: “El ser del hombre no solo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en sí mismo a la locura como límite de su libertad”.
Es una cita extremamente significativa porque en el fondo, como los psiquiatras iluministas, Lacan identifica a la libertad con la razón. Esta frase expresa un punto de vista muy clásico, que va en el mismo sentido

en el que va toda la reflexión del pensamiento occidental sobre la libertad, donde la libertad es atribuida a la razón, a la autodeterminación que la razón habilita, porque la razón ilumina al ser y le permite ver, entender y elegir adecuadamente.

Tener en sí mismo la propia causa

Si hay un tema sobre el cual toda la tradición del pensamiento occidental se ha detenido a reflexionar es precisamente el de la libertad, y por más variadas que puedan ser las perspectivas de los filósofos, e innumerables los puntos de vista desde los cuales se aborda al concepto el núcleo de fondo que recorre el pensamiento de la libertad desde Grecia hasta hoy consiste en afirmar que es libre quien tiene en sí mismo la propia causa.
La primera definición en este sentido es de Aristóteles quien en Etica y Nicomaco, describe al hombre como el principio y el padre de los propios actos del mismo modo en que es padre de los propios hijos.
Es notable cómo la noción de libertad, definida por el hecho de tener en sí la propia causa, depende sin embargo de la noción de causa. Este aspecto nos interesa por el particular desarrollo que toma con Lacan y que enseguida veremos.
Esquematicemos primero, brevemente, de modo simple, lo que hemos dicho. Hay fenómenos que dependen de una causa externa a éstos, y están condicionados o determinados. Hay manifestaciones que contienen en sí la propia causa, como por ejemplo la voluntad humana - por lo tanto no debemos decir que no tienen causa, sino que contienen en sí mismos la propia causa – y son incondicionados, es decir libres.

Naturalmente esto puede ser visto parcialmente o globalmente. Se puede hablar, atribuirle una causalidad autónoma al hombre, pero se puede extender el discurso al orden cósmico, o divino, a la sustancia o al absoluto.
El que le da forma a esta idea es Spinoza, quien sostiene que es libre la cosa que existe y actúa solo por necesidad de su naturaleza, y que determina por sí la propia acción, mientras que no lo es la cosa que es inducida a existir o a actuar de otra cosa. En la definición de Spinoza, se puede ver que hay una radicalización. Se entiende que si en la definición de la libertad incluimos la existencia, entonces solo dios es libre porque solo Dios es causa de sí mismo. Un acosa, de hecho, es actuar teniendo en sí la propia causa y otra cosa es existir teniendo en sí la propia causa.
Es por lo tanto el inmanentista Spinoza, el ateo Spinoza quien nos hace sentir con más claridad cómo un determinado tipo de libertad incondicionada puede ser atribuido al hombre solo sobre la base de una teología antropomórfica, y es justamente lo que Spinoza, en su perspectiva de naturaleza panteística, radicalmente rechaza. En el fondo, extremando la definición hasta este punto la libertad coincide con una especie de necesidad.
Es entonces interesante ver que el pensamiento determinista niega justamente la posibilidad de una causa sui o, cuando considera universal el principio de causalidad en su forma empírica, encuentra a la propia razón negando una causalidad autónoma.
Cuando la medicina da el paso necesario para integrarse a la ciencia, tiene entonces que abolir, antes que nada, la idea de una espontaneidad del viviente, y constituir una clínica objetiva basada en conexiones causales.

Moviéndose en esta dirección Claude Bernard necesitaba establecer un principio de inercia de los cuerpos vivientes de modo análogo a aquel con el que Galilei definía la inercia de los cuerpos en la física, y era necesario para él ver a tal inercia como la condición necesaria para fundar una clínica observacional basada en un absoluto determinismo. La actual medicina evidence based es heredera de estos principios.

La causa de deseo

Consideremos ahora la causalidad como se la trata en el discurso psicoanalítico. Freud atribuye la causalidad del acontecer psíquico, en última instancia, a las pulsiones.
Si en un primer momento Freud considera que lo que mueve al aparato psíquico es la búsqueda del placer, cuando afirma la causalidad pulsional, en la fase final de su reflexión, sus reflexiones involucran a toda la complejidad de la causalidad traumática. Ya no se trata solo de placer sino, podemos decir, de aquello que constituyó la diferencia inicial, el evento pulsional que marca una diferencia irreducible a la cual el ser vuelve de modo siempre variado. Tenemos entonces el fenómeno de la repetición, que no es la repetición de lo mismo, sino más bien la repetición de la diferencia.
Cuando habla de repetición, Freud habla de coacción a repetir. Cuando Lacan, en sus primeros años de su seminario, retoma este mismo tema, habla de automatismo de repetición.
Son todos términos que refieren al lenguaje del determinismo: coacción, automatismo. Y de hecho, ¿qué es la pulsión? Por el aspecto con el que se la formula es una pregunta que se dirige al Otro. Aquello a lo que el

niño aspira puede venir sólo por parte de Otro, y tiene que pasar por una codificación en su lenguaje. Es una pregunta en la cual el sujeto se anula, es la pregunta que permanece en el circuito inconsciente, una pregunta a la cual, uno de los preceptos fundamentales del psicoanálisis, indica que no hay que responder. ¿Por qué? Simplemente porque es imposible. Si se la intenta responder, se pierde uno en el laberinto inextricable de una pregunta que nada puede satisfacer.  No es una pregunta para saber, es una pregunta para obtener, no es quero es peto es una petición que nadie puede cumplir porque no pide algo, sino que pide el ser.

Esta petición volcada a la esencia del ser humano no tiene modo de ser satisfecha porque no nace de la falta de algo que se podría tener, sino que nace de una falta de ser.
En psicoanálisis, por lo tanto, sabemos que no hay que responder a esta pregunta porque sabemos que responder transforma al sujeto en esclavo, lo encamina hacia el camino de la toxicodependencia, del alcoholismo, de la bulimia. Esto lo expresa de modo espléndido Baudelaire:
 
Il faut être toujours ivre. Tout est là: c'est l'unique question. Pour ne pas sentir l'horrible fardeau du Temps qui brise vos épaules et vous penche vers la terre, il faut vous enivrer sans trêve.
   Mais de quoi? De vin, de poésie, de vertu, à votre guise. Mais enivrez-vous.

La pregunta inconsciente, que gira en torno a una vorágine insaciable, es el correlato de cualquier forma de dependencia. Aquella que se denomina toxicodependencia, por una parte, es solo la forma amplificada,

exasperada de la dependencia que en cada forma deriva del hecho de ser habitados por esta pregunta y por otra parte es aquello que muestra la cara destructiva que se encuentra cuando se fuerza la respuesta a esta pregunta, y el forzamiento a través de la sustancia es sólo el ejemplo más macroscópico.

El capitalismo tiene una propia respuesta a esta pregunta a través de la incesante producción de objetos. Son objetos que se consumen con creciente rapidez. El consumismo es un modo de aprovechar políticamente, con el fin de dominar, la dependencia creada por esta pregunta, alimentando con objetos reemplazables que deben renovarse continuamente. 
La pregunta que nace de la falta de ser en el corazón de la experiencia humana lleva al sujeto a dirigirse al Otro y la pregunta en su dimensión insaciable puede tener una respuesta solo en la dimensión del amor, porque solo en el amor la respuesta se ofrece en el plano del ser – y cuando la pregunta de amor se fija en un cortocircuito pulsional volviéndose pregunta de tener, entonces se torna devoradora, y da lugar a todas las formas de psicopatología que la vida contemporánea puso en evidencia ocultando aquellas clásicas de la histeria y de la neurosis obsesiva: la toxicodependencia, el alcoholismo, la bulimia, el consumo compulsivo, el pánico, y la lista sigue hacia el infinito.
El sujeto pone en el Otro el objeto que causa el propio deseo y en la dificultad de la relación de amor, puede caer en los atajos que lo inducen a saciar con el afán de tener el hambre de ser.
El sujeto neurótico entonces, que desde el punto de vista psicoanalítico podemos definir como el sujeto normal, o digamos como el sujeto

normado, aquel que pasó por el complejo de Edipo, es fundamentalmente dependiente, esclavo del amor o esclavo de los sucedáneos químicos o consumistas del amor.

Solo el loco es libre

Por esto, en una conferencia para psiquiatras en 1967 en St. Anne, Lacan retoma la afirmación hecha en Bonneval sobre la locura como límite de la libertad, pero la invierte, diciendo que solo el loco es libre. ¿Por qué? Porque el loco no pone la causa del propio deseo en el Otro. La causa del deseo lo acompaña, en forma de voces, en forma de alucinaciones, en forma de fenómenos elementares.
El loco no tiene que pasar a través de la pregunta para tener el objeto de la causa, si bien tenerlo ya consigo pueda resultar definitivamente angustiante.
No son muchos los puntos en los cuales Lacan habla de la libertad explícitamente, y aquellos puntos en los que lo hace, no parecen situarla en ese lugar de honor que habitualmente le confiere la filosofía.  
De todos modos, no tenemos que desanimarnos, porque en el fondo, esta visión sin impulso del concepto de libertad tiene que ver con el concepto clásico, aquél en el que la libertad es considerada como tener en sí la propia causa, y que no es el único modo de ver las cosas. 
Hay otro aspecto a considerar. Todas las dificultades que el sujeto encuentra en relacionarse con el otro sexo – y la mayor parte de las personas que se dirigen a un psicoanalista revelan tarde o temprano este problema – derivan del hecho de que a diferencia del animal, para el hombre no existen secuencias predeterminadas, vale decir, instintivas, para reconocer al compañero sexual.

Desobedecer al instinto

Antes hablaba del empobrecimiento biológico por la adquisición del lenguaje. Un aspecto es este: que el lenguaje non reemplaza adecuadamente el instinto de conducirnos hacia el compañero sexual, y que cuando llegamos siempre tenemos que pasar por vías retorcidas, enmascaradas, que nos detienen, donde las cosas nunca son exactamente lo que aparentan, y esta complicación se convierte en una de las mayores causas de divorcio.
Lacan sintetiza esta idea diciendo que no hay vínculo sexual, o más bien que la unión con el compañero no está guiada por las vías seguras del instinto. El hombre no obedece al instinto: esto es, para mí, otro modo de formular la idea de que no hay vínculo sexual.
Allí donde el animal se vincula, completamente determinado por el instinto, el hombre puede actuar de modo de no seguir el orden de las concatenaciones naturales, puede huir del condicionamiento de la naturaleza.
Lo que Lacan pone entonces, bajo el índice de la negatividad diciendo que no hay vínculo sexual, tiene como resultado la afirmación de una elección posible que no está inscripta en los códigos genéticos.
De aquí viene la articulación necesaria entre clínica y ética porque por cuanto nuestra clínica explore las formas de coacción, los condicionamientos a los cuales el sujeto es expuesto, no es para someterlas a un imperativo técnico sino para liberar posibilidades, para devolverle al sujeto la posibilidad de elegir una vía del deseo.

Reconocer que existe algo más fuerte que nosotros no significa estar sujeto a ello, tampoco dominarlo. No es esto lo que debe ser puesto bajo control y esto marca el vínculo ciego de aquellas formas de terapia que se basan en la idea de una vuelta a la toma del control por parte del sujeto. En la ansiedad del ataque de pánico, en la desesperación de la crisis de angustia, en la impotencia del sentimiento de inadecuación, no se trata de adaptarse y retomar el control de la situación, sino de hacer lugar a aquello que la crisis dejó emerger. Es el campo de los ideales lo que tiene que romperse en pedazos, como en la escena final de The Lady from Shangai, caótico y mágico film de Orson Welles, donde el laberinto de espejos en el cual los protagonistas se mueven es solo una prisión de ilusiones.
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