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2024
Chile

Gabriela Aguilera

Narradora y tallerista. Estudió Antropología en la Universidad de Chile e hizo un Diplomado en Estudios Mexicanos en la UNAM, México. Participó en los talleres literarios de Javier Rodríguez Lefevre, Pía Barros y Ramón Díaz Eterovic.
Fue panelista estable del programa literario de radio USACH, De Tomo y Lomo, en 2005 y 2006. Desde 2007 es miembro del Comité Editorial de Asterión Ediciones.
Ha participado en distintos eventos nacionales e internacionales y en proyectos relacionados con el fomento del libro y la lectura financiados por el Consejo del Libro.
Desde 2007 formó parte del directorio de la Corporación Letras de Chile, organización que presidió en 2011 y 2012.
Ha publicado:
- Doce Guijarros, (cuentos, 1976)
Asuntos Privados, (cuentos, Asterión Ediciones, 2006)
Con Pulseras en los tobillos, (microcuentos, Asterión Ediciones, 2007)
En la Garganta, (cuentos, Asterión Ediciones, 2008)
Fragmentos de Espejos, (microcuentos, Asterión Ediciones, 2011)
- Saint Michel, (micronovela, Asterión Ediciones, 2012)
- Astillas de Hueso, (microcuentos, ed Scherezade, 2013)

Sus cuentos han aparecido en diversas antologías de Ergo Sum desde 1992 y en antologías en España, Chile, Argentina, Estados Unidos, Francia y Venezuela. En 2009 obtuvo la Beca a la Creación Literaria del CNCA

Microrrelatos Memorialísticos:

La necesidad de las respuestas
 Al Capitán Pedro Fernández Dittus
Era el día 2 de julio, pleno invierno en Santiago. La mañana de barricadas se convirtió en llamas con olor a bencina. La piel se chamuscó y los gritos se hicieron silencio, acallados por las frazadas.
La pregunta es si aquel que dio la orden, ése que encendió el fósforo y miró el espectáculo, sintió el arañazo del miedo o la angustia mientras olía la carne asada. La pregunta es si aquel hombre puede vivir sin recordar. La pregunta es si el asesino sueña que las víctimas lo tocan con sus brazos de fuego, si la garra de la bestia lo alcanza, al fin. 

(de ASTILLAS DE HUESO, Ed. Sherezade, 2013)

El fondeo I
A mi padre y a mi abuelo
Mi padre susurró: «A Manuel lo fondearon». Mi madre dejó se servir la sopa. En la calle, alguien pasó silbando y mi padre se puso el dedo en la boca, instándonos a guardar silencio. Escuchamos hasta que el silbido se perdió.
«Fueron muchos. Los tiraron al mar por orden del presidente», susurró mi padre, «al fondo del mar». No pude imaginar eso. Para mí, el mar era un dibujo en mi cuaderno, igual que la cordillera. Era un sonido tremendo en una concha de loco que

después se transformaba en cenicero en el living de mi casa. Era la playa sembrada de algas y el dolor del golpe frío del oleaje. El mar era algo luminoso y feliz. Imaginé a mi primo Manuel, en el fondo del mar, llevado por las corrientes hasta un lugar donde no podríamos alcanzarlo.
En los años siguientes, cada vez que fuimos a la playa, esperé ver a Manuel viniendo hacia nosotros montado en la cima de una ola.            

(de ASTILLAS DE HUESO, Ed.Sherezade, 2013)

El fondeo II
            En qué momento se torció el uso de la palabra, nunca lo supe.
            Había quedado para mí pegada al fondo del mar, en esos años de dictadura ibañista, cuando yo era un niño. Resurgió casi cuarenta años después, aunque su significado era diferente. Los fondeados eran los que estaban escondidos de la policía secreta que los buscaba sin dar tregua.
Nunca supe cuándo me transformé en un fondeado, en las dos acepciones de la palabra.

(de ASTILLAS DE HUESO, Ed. Sherezade, 2013)

Microrrelatos Eróticos

Juego de manos

      Quizás de villanos. Estar así, rozar con intención un dedo en el acto rutinario de pasar un plato en medio del almuerzo familiar, luego los ojos, uno en uno. Entonces un tocarse en secreto, la línea del mantel como frontera de la escena, ese punto en que los comensales, suegros, cuñados, cónyuges, sobrinos, hijos, no ven, y menos imaginan que hay dos manos batallando una caricia.
       Más tarde, la suerte maldita de tener un momento a solas, apenas un instante que no saben cuánto durará, ese tiempo justo en que por arte de magia los otros no están presentes, la suavidad de la tarde envolviéndolos, la algarabía de los pájaros en el crepúsculo, el rumor de los almendros y las manos, los dedos, las palmas pueden ahora hallarse enteras sobre la rugosidad de un banco de madera, reconociéndose, espejo una de la otra, una contra otra y entonces ya no evitan el contacto y la pasión sube hasta las bocas que, estremecidas, inician la lucha de labios y lenguas y dientes, en un beso culpable de villanos crueles.  

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

Tránsitos
Aseguró ser un buen conductor. Lo desafié esa noche a recorrer mis caminos con su lengua. Lo hizo, deteniéndose el tiempo justo en cada una de las paradas obligatorias inscritas en los lunares rojos que tapizan mi piel. Respetuoso de las leyes, no pasó por alto ninguno de ellos.
No sabía que viajaba siguiendo las señales de un mapa que lo conducían a estrellarse de cabeza entre mis piernas.

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

El Baño
            Allá va el vestido, cayendo despacio desde los hombros hasta el suelo y luego las medias y la enagua. La piel lechosa queda expuesta, abarcando el espacio. El vapor del agua caliente llega hasta la mujer de pie en el cuarto. Por un segundo, su respiración se agita y voltea la cabeza sólo un poco, antes de soltarse el pelo que cae, pesado, negro, y lame sus tobillos, ocultándola de toda vista.
La mujer entra en la tina y bajo el agua, sus manos palpan la dimensión del cuerpo, rodeado del pelo flotante. Luego se incorpora y mira fijo a la puerta, a la cerradura sin llave, tras la que está el ojo parpadeante del esposo, el corazón encabritado, la mano presta, preparándose para terminar aquel juego en el instante en que ella se digne a llamarlo.

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

Microrrelatos Negros

Opciones
        Se dijo que tal vez hubiese sido mejor el divorcio.
       Pensó en eso un minuto nada más, porque tenía poco tiempo para deshacerse del cuerpo.

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

Estar pedido
A Elena Gaete Solís

        Mandar a matar a alguien es difícil. Primero hay que pesquisar a quien lo haga y asegurarse de que lo haga bien. Hay que contar con el dinero suficiente. Puesta en ese trance, no se va a poner una a regatear. Luego surgen las dudas, los miedos, porque, se dice una, si me descubren, me van a secar en la cárcel. Dan ganas de deshacer el trato. Incluso se apela a los recuerdos buenos para reunir valor y no hacer lo que una desea. Pero ahí está, desplomándose sobre la cama, haciendo zapping hasta adormilarse, babeando la almohada.
       Ahí está, ese ser detestado, haciendo gala de atributos tan poco atractivos. El baño sembrado de pelos, porque está quedándose calvo. La toalla húmeda en el suelo, la uña encarnada y esa panza que desborda el pantalón. Suda tanto. Y ahora padece de reflujo y acidez estomacal.

      Ahí está, arrebujándose en la ropa de cama, comiendo a dos carrillos, hablando de sí mismo todo el tiempo.
       Entonces una recupera las convicciones, lo quiere fuera de su vida y hace la llamada y hace el trato y espera, mordiéndose las uñas, a escuchar los seis balazos en la calle, junto al portón de la entrada.

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

Buenos propósitos
En memoria de Oriana Meneses

Quiero que estés presente para los hijos aunque ya no seas el hombre que amo. Intento hacértelo entender, con el hilo de voz que me queda mientras aprietas mi garganta con tus manos.

(de FRAGMENTOS DE ESPEJOS, Ed. Asterión, 2011)

Microrrelatos Históricos

Los Tigres de Arkán
Su líder tenía prontuario. Había sido un fugitivo desde que tuviera dieciocho años, pasando de una región a otra y dejando a su paso una estela de fechorías. Después, desempeñó misiones especiales para la policía secreta de su país y el gobierno cubrió su rastro ante los tribunales de justicia. Para los que no pertenecían a sus huestes, era un psicópata, un delincuente erigido en Señor de la Guerra. Para los Tigres,
hábiles en el uso del hacha, el cuchillo y la kaláshnikov, era un héroe. El último patriota.
El líder, con el pecho cruzado por la bandolera, cantó pidiendo que la poderosa mano de Dios defendiera la nave del futuro y que a la hora de ir a batalla, lo guiara derecho hacia la victoria. Terminado el himno, se ajustó la boina negra en cuyo frente un tigre mostraba los colmillos. Pasó revista a los jóvenes y muchachas con boinas negras, iguales a la suya. “¡Pronto se verá el color de la sangre!”, gritó, levantando su arma al cielo. Los guerreros respondieron a coro y el rugido carnicero remeció las montañas. (de TATUAJES EN LA TIERRA, inédito)

Falaris
            Muge, Falaris.
Las llamas acarician tu piel reluciente, las crines dibujadas con golpes de cincel. Que tu grito se eleve, que rompa el crepitar de los tizones, que salga convertido en un tronar de cuerdas vocales. El fuego muerde ahora tu cuerpo metálico en la oscuridad flamígera del sótano castellar. Los inquisidores alzan la cruz, te rodean musitando las oraciones que los mantendrán a salvo del demonio que te habita. Sus sombras rapaces reverberan contra los muros. No los ves, Falaris, estando como estás, envuelto en un cuerpo de metal.
Brama, Falaris, rostizado al rojo vivo. Y el alarido del hombre condenado y convertido en toro deja su rastro en la historia oscura del poder clerical.
(de LAS PUNTAS DE LA CORONA, inédito)

El Hechizado

Cuando el niño nació, la dinastía llevaba tiempo acumulando genes agotados. Se habían cruzado entre ellos tantas veces, que el azar contaba con poco material para escoger al momento de dotar al  nuevo descendiente, heredero de los cuatro puntos del reino.
Era feo y desangelado. Tenía la mirada ausente, el cuerpo algo torcido y la baba resbalaba de su boca entreabierta. Enfermaba a menudo y murmuraban que sería el último representante de su linaje, debido a la conformación de sus genitales. Decían también, que una bruja lo había hechizado condenándolo a permanecer en un mundo extraño, lejos de los imperativos de la corte. Sus pensamientos eran un misterio y parecía una alimaña caminando torpemente por el palacio, afirmándose en las paredes. Sin embargo y contra todo presagio, llegó a edad adulta, fue coronado y se casó dos veces.
Los cortesanos no tendrían que envenenarlo: sabían que iba a morir por causas naturales. Eso ocurrió una tarde de noviembre, a días de que cumpliera treinta y nueve años. Dicen que en el momento en que el rey expiraba, el sol se oscureció y los pájaros dejaron de cantar. Dijeron, entonces, que un nuevo ángel había entrado al paraíso.

(de LAS PUNTAS DE LA CORONA, inédito)

MICRONOVELA  SAINT MICHEL

Capítulo 5

Un lápiz marca el contorno de la rosa, la delicada sinuosidad de sus pétalos. Cada pétalo sale de la punta del lápiz que deposita la rosa con reverencia sobre la piel, en medio de la algarabía magnífica de media mañana. El Artista calibra las agujas, una delgada y otra más gruesa, las agujas de coser de la princesa China. Después de humedecerla con saliva, inserta una de ellas en el tubo plástico de un lápiz conectado al motor de la juguera. Lo enciende y la aguja motorizada y guiada por la mano diestra del Artista, sube y baja con el ritmo uniforme de una máquina de coser, ahora dibujando con tinta de lápiz, el contorno acendrado de la rosa. El gran lienzo de esa espalda no se mueve, estoico, soportando el dolor preciso, puntiagudo, alfiletereado. La piel sangrante no responde al dolor con estremecimientos ni huidas. Está puesta ahí, generosa, a disposición toda del Artista que la graba, que la traza con cuidado, con cariño. Cada pinchazo saca a la superficie un pedazo de la historia embozada del dueño de la piel. La rosa no marcará el nombre ni su ocupación. Tampoco su condena. La rosa es perpetua y en su silencio encarnado, también es epígrafe y epitafio. Confiesa y declara el paso oculto de Saint Michel por la piel entregada y también la huella de esa piel en el cuerpo encarnizado de Saint Michel.

Capítulo 12
Saint Michel es un cuerpo marcado. En la piel de sus muros está tatuada la huella de los que han pasado por allí: sus voces, la pasión, sus historias, la sangre, sus risas, la ternura. Y el dolor. Las inscripciones y pictogramas grabados son ilegibles. Otros son indescifrables. Y la escritura de lo no dicho es una llaga que late, pesa, revela, desde el silencio de lo oculto y lo ocultado.

Capítulo 16
Saint Michel está enclavada en la periferia de la ciudad y los de afuera necesitan creer que no existe. La gente que pasa ante la fortaleza escucha los frenéticos gritos que lanzan al aire los que allí moran y dirige una mirada temerosa hacia lo alto de las torres. Sólo distinguen la policromía de ropas flameando como banderas, la fabulosa refulgencia de espejos, la resonancia golpeteada de las cucharas en las ollas y los quiebravistas. Los habitantes de Saint Michel son anónimos, están marcados con sangre, tienen el pellejo y el alma dibujados a punta de cuchillo, aguja, tinta y hoja de afeitar. No existen para los de afuera más que como clamor, rugidos de jauría que desgarran su tranquilidad indiferente.

Capítulo 22
Los sables chocan, se encuentran, levantan chispas al entrar en contacto bajo la canícula de media mañana. Un impacto centellante de filos enfrentados, un eclipse, algo así como un

mirarse de cíclopes que dura medio segundo antes de separarse otra vez, empuñados por las manos de los caballeros que los esgrimen. Los sables están enamorados y aunque todos creen que se atacan, la verdad es que esperan esos segundos para tocarse uno al otro, jubilosos. Pero es un amor imposible y el maleficio del odio se acerca en un final irremisible. Uno de ellos terminará clavado en carne viva. El otro quedará en el suelo sucio del picadero de Saint Michel, junto a la mano de su dueño, tan muerto como él.

Capítulo 24
Los espejos son invaluables en Saint Michel. Son pesquisados, confiscados por los guardias que los pisotean cuando los encuentran, evitando mirarse en los trozos para no echarse encima siete años de mala suerte. Los espejos, enteros, trozados o trizados penden de las manos que se asoman entre los quiebravistas. Son mágicos, hablan, reflejan otros rostros, otros ojos, otras manos con espejos en las otras torres. Son diálogos fulgurantes de reflejos que van y vienen, parloteos de figuras que chispean en ida y vuelta, orgía espléndida de preguntas y respuestas. Y el sol cae a pique, acuchillando con su relumbre los diálogos centelleantes que se irradian en los espejos que tapizan los muros externos del Saint Michel de mediodía

Capítulo 30
Te monto, Caballo. Te galopo, insaciable. ¿Sientes la humedad de mi respiración en la testuz? Te sujeto por las crines, tu coleta provocadora en tironeada por mi mano, saboreo tu carne arrancada con el filo de mis dientes, te troto enardecido, atrapado entre tus nalgas marcadas. Te traspaso a sable, a sangre. Veo la línea clara de tu lomo escrito y dibujado que se curva en cada movimiento. Allí, el rostro de tu virgen descansa entre rosas, las letras de tus nombres ondulan y forman nuevas palabras en una página que no quiero leer. Dos enormes ojos posados en tus omóplatos me observan sin pestañear. Te respiro, huelo tu olor de hembra simulada, tu calor retiene mis manos, tus pliegues me aprisionan y te jineteo, caudillo te corro hundido hasta el fondo en tu cuerpo cicatrizado, hasta lo más profundo, en esa conjunción de noche y noche, la tuya y la mía, enredadas en los estertores del orgasmo, en la descarga de fuego de mi cuerpo en el tuyo encabritado. Cierro los ojos y te palpo, tus músculos fuertes, tu potencia anulando la mía. Entonces me retiro y te abandono. Te quedas sostenido en cuatro patas, mojado y acezante. Y huyo de tu piafar recio, llevándote conmigo, sin embargo.

Capítulo 32
Los aposentos de Saint Michel permanecen en la penumbra. Los quiebravistas de los ventanucos rectangulares dejan entrar algo de luz y los barrotes oxidados recortan trocitos de paisaje, como si fueran fotografías en blanco y negro. Las princesas se

empinan, hacen esfuerzos para ver, juntan y separan los párpados entre los que quiere colarse la noche, invadiéndolas con una oscuridad sin remedio, sin posibilidad de retorno. Pero ellas logran conservar dentro de sí su propia luz, la que permanece rebelde pese a las tinieblas impuestas por los esbirros del poder en la arquitectura castellar. Nada puede asesinar esa luminosidad perenne que lucha por sobrevivir a pura dentellada de bestia, de fiera, de perra huacha.

Capítulo 36
Era clarito de piel y tenía los ojos azules así. De repente parecía un pelolais, aunque era un triste y los pelolais no son tristes, si no tienen por qué, poh. En ese paño blanquito se había hecho varios tatuajes. El último se lo hice yo en el antebrazo, papito, a la antigua, a pura manopla no más, con una aguja finita y carboncillo de pila. Un angelito le hice. Quedó filete así. Pero mientras estaba haciéndoselo, apagaron las luces y en la oscuridad ni siquiera con vela se puede rayar. Quedé de terminarlo al día siguiente pero filo…pasaron cosas, no me acuerdo bien, y de hueón no más, nunca lo terminé, poh. Él hizo su vuelta en Saint Michel y salió libreta después. Guacho pelao. El ángel quedó sin alitas, no más. No podía volar así. A lo mejor por eso apareció hecho tira, too entero charqueado. Lo hicieron chupete. Diez pedazos. Le sacaron hasta las yemas de los dedos. A veces sueño con él, con sus ojos como llenos de agua y esa pena que tenía aunque se riera. Pero sobre todo, sueño con ese pedazo de pellejo en que hice el angelito y cómo,

cuando doblaba el brazo y empuñaba la mano, se movía la figura que nunca voló. A lo mejor si yo le hubiera puesto las alitas al angelito, él se habría salvado.
Le decían el Rucio. Le decían Cupido.
Se llamaba Hans Pozo.
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