Escribí tu comentario
Los comentarios reglejan opiniones de sus autores.
Su publicacion está sujeta a la autorización de las personas responsables de este sitio web.

ENVIAR
El error para mostrar
mas error
Comentarios
X
Gracias, hemos enviado tus datos.
SECCIONES:   Previsualizar en Esferas Inferiores
00
00
0
2024
Uruguay

Gabriel Guerrero

Nació en Montevideo el 9 de julio de 1969. En 1973 tras el golpe de Estado en Uruguay, parte junto con su familia al exilio y se establece en Buenos Aires, donde reside actualmente.  Con el advenimiento de la democracia en Argentina,  se suma a la campaña contra la dictadura Uruguaya, participando en las filas del Frente Amplio organizado en el exilio. 
Se incluye luego en el resurgimiento del movimiento estudiantil en Argentina a través de los centros estudiantiles hasta llegar a presidir el Centro de Estudiantes de la Escuela de Educación Media 6 de Ramos Mejía.
Terminados sus estudios secundarios, retoma la militancia en el Frente Amplio y comienza con la carrera de Psicología. En 1989 con un grupo de compañeros regresa a Montevideo y se suma a la militancia estudiantil en la Universidad de la República, por razones de índole personal debe volver a la Argentina, en donde se  avoca a terminar sus estudios y a escribir. Paralelamente a la Universidad, profundiza sus estudios de psicoanálisis y se dedica a diversos ensayos de escritura, entre ellos dos novelas, unas de las cuales, El Silencio es publicada por la Editorial Nueva Generación y la otra queda inconclusa.
Durante el transcurso de sus estudios toma contacto con un grupo teatral, hace una adaptación de su novela El silencio que se estrena el día de la presentación del libro en el auditorio de ATE. Escribe varios monólogos teatrales.
Entre 2012 y 2013  escribe dos obras teatrales, El Recurso Burstein, que aborda en tono de comedia las dificultades respecto a la cuestión de  la paternidad, y El conductor donde se trabaja la relación entre   locura e interpretación.

La boca

No se puede pensar, lo peor es que no se puede pensar, es todo tan ensordecedor, tan confuso desde el momento en que comienza que no podes… no sé, es como si te arrancaran el interior…
Tenés las manos atadas, la capucha, una bota en la cabeza, te arrojan adentro de un auto sin ningún cuidado, te pisan, te insultan, te odian con tanta ferocidad que llega un punto  en que solo oís como una especie rara de ladridos feroces, rabia. Te llevás las cosas por delante, caes, te levantan, te tiran, estás en sus manos, eso, en sus manos, como si fueras un bulto, pero un bulto con conciencia de que es un bulto para los perros feroces que ladran y ladran…
Después de un tiempo querés llegar, el auto frena y pensás que llegaste pero no, el auto vuelve a arrancar y  pasa por encima de algo, luego acelera y vuelve a frenar. Te agarran, te levantan y te llevan en andas a toda velocidad, como si entraran con una urgencia a un hospital, pero no, todo el apuro es para masacrarte, para aprovechar tu desconcierto, tu desesperación y que cantes, que des un nombre, que entregues a otro, otro que va a pasar por lo mismo que vos, otro, te piden a otro, a cualquiera que conozcas, da lo mismo, otro para acostar en la misma reja, otro para vejar, te piden que otro no sea nada para vos, que seas solo vos en ese instante queriendo
parar el horror de un dolor inimaginable, deseando desesperadamente un mendrugo de aire, que seas vos y solo vos queriendo transformar los ladridos en una voz de aprobación, de comprensión, de cuidado, la voz de tu madre, que ya a esa altura sabe y no quiere saber… y te piden y te piden, y dale, dale, decí, decí… y te sientan y te cachetean y no podés ni llorar o tal vez si, llorás… no sebés nada, nada, ni mucho menos lo que te conviene y lo que no; solo abrís la boca para gritar y te dan, y te dan, y te dan… Entre todo suena una música enloquecida, la luz parpadea y te vas, por fin te vas y cuando abrís los ojos no ves nada y querés mirar y al mismo tiempo no querés ver nada, estás solo, por fin solo, tirado en el piso y escuchás a otro apenas diciendo su dolor y un llanto ahogado, el ruido de los otros que vienen de algún lado, de tu alrededor, otros que de pronto se llevan, otros que llegan, otros que se sacuden y gritan y vos sabes donde están, vos sabes y cuando te vienen a buscar  para dártela de nuevo, en principio no lo podés creer, no lo ves venir, te dieron tanto de entrada que pensás que ya está, que ya pasaste y todo vuelve a comenzar y otra vez sin saber como volvés a abrir los ojos en la oscuridad de la capucha, en el mismo piso helado, otra vez inmóvil, muerto de sed, solo, sabiendo que habrá otra y otra y quien sabe cuantas más…
La expectativa de la tortura te pone en un estado de alerta que podría dejarte noches y noches sin dormir, sino fuera porque en ese lugar inmundo, uno se duerme porque te sacan hasta el último jugo del cuerpo que pudiera mantenerte despierto, y por
más dramática que sea esa espera, posibilita al menos, una forma de prepárate para resistir o para morir aunque sea… ahí empecé a contar las lunas y los soles que apenas podía presentir, ahí me di cuenta que ya habían pasado de sobras las veinticuatro horas de resistencia que habíamos pautado afuera, sabiendo que en la tortura se canta, veinticuatro horas para que se salve todo lo que se pueda, ya habían pasado, las veinticuatro horas, de sobra habían pasado y en ese tiempo no había dicho una sola palabra, ni siquiera había pensado en entregar algo, me di cuenta que solo gritaba o les rajaba unas puteadas descomunales, pero nada de lo que ellos me pedían, nada, ni una sola dirección, ni un nombre, nada. y cuando me di cuenta de eso sonreí y cuando sonreí sentí la boca y la boca fue, desde entonces, lo único que en aquel momento  sentí verdaderamente mío. Pensé en tu boca también, en tus labios mojados, en tus labios estirados y amontonados en un beso, vi la boca de Milton arengando a los obreros,   los labios de Omar haciendo uno con el pucho,   la boca de mi madre rezando una plegaria,   la boca de Alfredo diciendo el poema,   las múltiples bocas de los compañeros sosteniendo la consigna y me decidí a gobernar sobre el único trozo de carne en el que se concentraba el último reducto del amor que me habían dado; y los perros, claro, enfurecieron y mordisquearon y tironearon hasta el cansancio, sin hacerme decir nada, y entonces, ya,  dolidos de impotencia, me sacaron el nombre, me pusieron el número y me arrojaron en el altillo junto a otro números dolientes.
Para mi sorpresa, aún en la peligrosa clandestinidad del susurro, los números,  pasaban sus nombres a través del cerco para gravar los rastros de su travesía por los cuarteles del exterminio y ello suponía saberse buscados, queridos, parte de lo humano, objetos de un amor inextinguible. Allí estuvo Mabel esperando dar a luz a Victoria, Sergio a dos pasos, apenas, de su niñez, la espléndida Rosa, el padre Mauricio, la delicada Paz, Enrique, Octavio y tantos, tantos otros compañeros, dispuestos como siempre a dar hasta la última migaja de lo que les quedaba. Ahí, en ese límite, más que en cualquier otra batalla de la realidad, supe que la lucha era verdadera.
Una noche trajeron a Lucio, lo tiraron al lado mío, esperé que los perros salieran y le hablé al oído, Lucio no contestaba, trataba de quedarse quieto pero no lo conseguía, por encima de la capucha se notaba su respiración jadeante; para darle confianza los otros se fueron presentando con su nombre de letras; Lucio trató varias veces de incorporarse y decir algo, pero apenas pudo ponerse boca arriba. Rosa, que se dio cuenta de que yo no me animaba, lo acarició y Lucio largó el llanto. Quise sacarle la capucha pero me lo impidió y lo dejamos así hasta que se quedó dormido. Pasé toda la noche sin saber que estaba al lado de uno de mis seres más queridos.
Al otro día al descubrirnos nos abrazamos largamente, Lucio seguía sin poder hablar, cada vez que lo intentaba ingresaba en profundas crisis de llanto, por entre los ojos se le veía la mirada presa, hundida, lejana, constantemente movía la cabeza de un lado a otro como alguien que piensa, silenciosamente, en una
desgracia. Como era costumbre en aquella catacumba todos se ocuparon de su fragilidad, Lucio llegaba a conmoverse a tal punto con esos actos, que a veces no podía siquiera tragar el agua sucia que nos daban para comer y entonces decidimos no tocarlo, darle tiempo, le dejamos la mínima cortesía del saludo y la preocupación constante por su estado y esperamos, esperé, ansiosamente, que me diera su palabra.
Después de un tiempo de haber pasado sin sufrir los tormentos de la tortura me llevaron otra vez  para no preguntarme nada, para que no me acomodara, me dijeron, para que no me sintiera a gusto, para que no me fuera a olvidar de que se trataba aquella experiencia, esa vez solo rieron  a carcajadas, ebrios de su propia maldición, ciegos del resplandor que les llegó tiempo después. Me arrojaron luego  en mi rincón oscuro y desperté a las horas recostado sobre el cuerpo de Lucio que me acunaba mientras miraba fijamente algún horizonte, apenas me vio despierto, sin dejar de acunarme,  hizo una leve mueca con los labios que a mí me pareció sonrisa, me dio tanta alegría tenerlo de vuelta que quise retomar con él el tono de afuera.
- No sabes la biaba que les di… - le dije y me reí,  y nuevamente al reír noté mi boca.
Me miró, los ojos se le llenaron de lágrimas pero logró, levantando la cabeza, contener el llanto y hablarme.
- Me llevan – me dijo con su mano en mi cabeza – hoy nos traslada a unos cuantos.
- ¿A dónde? – le pregunté como un estúpido - ¿A dónde?
- Pero no quería irme sin decirte algo – la voz se le estranguló,
pero tragó y continuó hablando – yo canté flaco, no aguanté ni media hora… canté… como una gallina, dije todo, hablé… perdóname…
Lo abracé y le dije que no se preocupara, se lo dije inmediatamente, porque realmente, para mí, aquello no tenía ninguna importancia, muchas de los que estábamos allí habíamos sido cantados por otros y nadie se ocupaba de ello, sino por el más cercano, por el que teníamos ahí, al lado, porque siga vivo, por seguir viviendo. Pero todo eso no lo disipaba, era algo con él y con los otros dentro de él lo que lo atosigaba y no paraba de reprocharse hasta quedarse sin voz. Me aterró volver a quedarme sin ese sonido, me aterró la crueldad con que miraba su propia imagen, lo abracé y busqué en silencio la forma infalible de volver a traerlo, de que estuviera conmigo, de que no me dejara, me acerqué y le dije al oído: "Yo también canté, hermano… yo te entregué a vos, perdóname".
info@citaenlasdiagonales.com.ar | Seguinos en:
 © Copyright. Todos los derechos reservados.