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2024
México

Guillermo Samperio


“Como foto de Polaroid”

Aquella noche, Diana soñó que jineteaba un pegaso de cuerpo azul cobalto y alas de un azul profundo. El animal iba haciendo ondas, entrando y saliendo de panzonas nubes blancas y violetas. Diana iba con su piyama crema y se agarraba fuerte a la crin del pegaso; de pronto el caballo con alas bajó de picada, se enderezó y le dio varias vueltas a la Torre Latinoamericana. La gente que desde ahí veía la ciudad, la saludaron y hubo quienes tomaron fotos en polaroid. Cuando esto sucedía, el caballo alado se acercó a uno de los fotógrafos y, con un delicado mordisco, le arrebató la fotografía, Diana atrapó la foto que ya se precipitaba hacia la esquina de Madero y San Juan de Letrán, guardándola en el bolsillo de su bata azul marino.

         Sin darle tiempo a disfrutar el paisaje de la ciudad más grande del mundo, el pegaso aleteó con fuerza, pasó al lado de un zeppelín que anunciaba llantas para automóviles, lo cual era extraño pues debería anunciar llantas para aviones; el caso es que casi en un abrir y cerrar de ojos de Diana, el potro volador estaba ya flotando sobre una playa de arena ambarina y olas doradas. Un pelícano distraído se golpeó con el cuerpo del caballo, como suele pasarle a los pelícanos, y el ave empezó a caer en barreno hacia una segura muerte; el potro mítico descendió de unos cuantos aletazos y consiguió atrapar, de forma delicada, al pelícano, dejándolo sobre un castillo de arena que varios niños habían construido el día anterior.

Pegaso se elevó muchísimo en el cielo transparente sólo para cobrar gran altura y dejarse ir como bólido hacia las aguas de mar adentro; cuando casi se estrella contra el oleaje, dio un giro extraño para elevarse, pero Diana se soltó de la crin del animal, dio varias vueltas en el aire y cayó en el mar, hundiéndose varios metros. Ella pensó que estaba cerca su fin cuando un pez vela se colocó entre sus piernas, nadó hacia arriba y dio un salto de unos tres metros y desde ahí Diana alcanzó a ver a los bañistas que descansaban o se metían en la playa, y así estuvo de salto en salto; la visión fue rápida pues el pez vela volvió a hundirse. Ella se dio cuenta de que podía respirar lo mismo en el aire que en el agua y se agarró con fuerza de la aleta superior del pez vela y dejó que la llevara hasta el fondo del mar donde descubrió que los corales se movían con pies chistosos, un gran pulpo se asustó al verlos y llenó su entorno de tinta morada del tipo que usaban los abuelos para escribir un mensaje en sus tarjetas postales.

Luego de atravesar la nube morada, el pez vela y Diana se encontraron con una manada de tiburones que miraban, inquietos, con la cara llena de dientes; la mujer se asustó y cerró los ojos pensando en una segura muerte, pero cuando pasó el tiempo y nada sucedía, se dio cuenta de que el pez vela platicaba con los tiburones sobre el pelícano que se había golpeado con el pegaso. Y llegaron a la tertulia el pez martillo, el pez sierra, el pez grúa, el pez taza y, desde luego, el pez cuchara, además de un montón de pequeños peces rojos, negros, plateados y azulencos; entonces, también Diana se reía pero más de los nervios que de los chistes que se contaban,

pues sabía que era posible que despertara en cualquier momento y no le agradaría encontrarse en el fondo del mar, en el cual descubrió a un grupo de peces globo que, con rostro de enojados, no se acercaban a la tertulia de peces, pues acababan de contar un chiste de un pez espada que, atarantado, su espada se quedó sujeta en un barco de madera y fue a dar hasta Australia, pues los peces globo eran amigos de los peces espada.

La tertulia marina se disolvió con aletazos amistosos y se despidieron estrechándose las aletas y cada pez se fue buceando por su camino acuático, entre ellos el pez vela, quien todavía iba carcajeándose con Diana en su lomo; esta distracción hizo que se metiera en la enorme boca de una ballena que bostezaba y giró tan rápido con el fin de salir de la bocaza, que el pez espada no se dio cuenta de que la muchacha caía en la lengua de la ballena, quien cerró la boca y comenzó a moverse con lentitud. Mientras tanto, Diana se adentró en las entrañas de la ballena como si caminara por las oscuras grutas de Cacahuamilpa; en ese momento un remolino de agua la llevó hacia el estómago del cetáceo. El remolino se convirtió en torbellino y Diana se dio cuenta de que una corriente de agua potente la elevaba hasta que fue lanzada por los aires sepias de un atardecer dorado. Cuando caía de nueva cuenta hacia el mar, descubrió de que un grupo de peces espada aguardaban, con cinismo, su caída para ensartarla y llevársela a devorar junto a unos peñascos donde habían hecho varios de sus festines con carne humana. Cuando Diana caía a una velocidad de unos cincuenta y cinco kilómetros por hora,

sabiendo que se clavaría en las afiladas espadas color acero inoxidable, sonó el despertador de su buró y supo que se encontraba en su recámara y que se había quedado dormida leyendo un libro marítimo Joseph Conrad. Se desperezó, encendió un cigarrillo y se levantó bostezando y se puso sus pantuflas azules; se encaminó hacia el baño para darse una ducha. Metió la mano en su bata, sitió que traía algo así como una tarjeta, pero era lo foto polaroid donde ella se veía montando al pegaso azul cobalto y alas azul profundo y, al fondo, se notaban las montañas del Popocatéptl y el Iztacíhuatl, los príncipes de la orografía de México.
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