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2024
España

Juan Pedro Aparicio

Juan Pedro Aparicio nació en León. Estudió Derecho en las Universidades de Oviedo y Madrid. Especialista en Comercio Exterior fue durante años responsable de Internacional de una empresa de alimentación. De 2005 al 2009 ha sido Director del Instituto Cervantes de Londres.
- De 1975 data su primer libro publicado, El origen del mono y otros relatos, al que siguió su novela Lo que es del César (1981). Con El año del francés consiguió un amplio reconocimiento, confirmado con la concesión del premio Nadal en 1989 por Retratos de ambigú. Del resto de sus novelas habría que destacar La forma de la noche (1994), elogiada por la crítica más exigente, así como las dedicadas a las andanzas del comisario Malo. Nuestros hijos volarán con el siglo (2010) es su último libro publicado. En 2005 recibió el premio Setenil de Cuentos al mejor libro de relatos publicado ese año por La vida en blanco. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, alemán, chino, ruso, y otros idiomas. Su libro El Transcantábrico ha inspirado la puesta en marcha de un tren turístico con el mismo nombre.

ERÓTICA CUÁNTICA

Femme fatale

(Para Lola, con todo el odio del que puede ser capaz un hombre enamorado)

El número seis se repetía acaso demasiado en su teléfono como para que no tuviera algún vínculo con el Diablo.

Me mostró lo que yo más deseaba ver. Me dejó tocarlo. Me dejó acariciarlo. En la entrada había como una mariposita muy delicada y tierna: la besé.

Me dejó entrar.

Nunca jamás pude salir de aquel infierno.

Croquetas

 –Recuerdo ahora –dijo lord Linslade– el caso de aquel juez que tuvo que ocuparse del suceso más extraordinario jamás ocurrido en los ambientes de la alta cocina londinense, si se me permite hablar así. Y precisamente una de las protagonistas era compatriota de nuestro querido embajador de España, dueña con su marido de un restaurante en la mejor zona de Kensington; según parece, una cocinera extraordinaria. El

marido, un galés educado en Francia, admiraba sus dotes culinarias pero discutía con ella los nombres de los platos. Si él, para bautizarlos, abusaba de lo poético y hasta de lo celestial, ella se inclinaba por lo más áspero y prosaico, uno de sus platos, por ejemplo, tenía el imposible nombre, y se lo digo en español, de atascaburras. El galés, por lo visto, era además muy posesivo. Un buen día mató a dos clientes del restaurante en un ataque de celos. No a uno, sino a dos. ¿Habían ido a la cama con ella? ¿Le habían dirigido palabras obscenas? Nada de eso, simplemente la habían mirado fijamente mientras manipulaba la masa de las croquetas. El juez, un buen juez inglés, antes de dictar sentencia, se acercó al restaurante y entró en la cocina. Lo hizo más de un día, hasta que pudo ver con su propios ojos cómo la española daba forma entre sus manos a la masa de las croquetas, unas manos blancas, finas y sensuales que envolvían suavemente los blandos cilindros hasta que tomaban la consistencia adecuada, primero uno, luego otro, y lo hacía con un mimo y una delectación muy especiales… El juez se sintió tan turbado que cualquiera podría pensar que eso iba a librar al marido de una larga condena; pero ocurrió lo contrario, la sentencia fue lo más dura que permitía la ley. Y ya, con el marido a buen recaudo, el juez se convirtió en el mejor cliente del restaurante. Siempre pedía croquetas.

(Del libro London Calling, de próxima aparición)

El Despertar

David, un chico tímido y callado, se cayó de la motocicleta y quedó en coma.

Los médicos, al cabo de un tiempo de tenerlo en el hospital, aconsejaron que volviera a casa, pues solo cabía esperar que el ambiente familiar consiguiera el milagro de recuperarlo. Pero pasaban los días y no mejoraba, de modo que a su alrededor había ido creciendo un ambiente de gran desesperanza.

Luisa, una compañera de colegio, de apenas quince años, acudía a visitarlo. A solas con él, le leía poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y le hablaba. Su voz, muy animosa, parecía negar la existencia de la tragedia, recuperando para la casa un cierto aire de normalidad.

Uno de esos días, precisamente aquel en el que Luisa estaba más desanimada por el escaso fruto de su empeño, acarició a David largamente la frente en un gesto que acaso fuera el de una inevitable despedida. Le pareció notar entonces que la sábana se movía como empujada por el diminuto mástil de un circo.

Alegre y confusa, y también asustada, gritó para que vinieran los padres del chico.

–¡Se mueve, se ha movido, lo he visto!.

-¿Cómo que se mueve? ¡no se mueve -dijo el padre, entre irritado y frustrado –. Soy partidario de desconectarlo y que deje ya de sufrir –añadió abatido.

-¡No, no lo haga! –le suplicó Luisa.

Volvió al día siguiente y repitió sus caricias, y al otro y al otro, siempre sin resultado. Al cuarto, se atrevió por fin a meter su mano debajo de la sábana y comprobó, no sin gran turbación, que lo que tocaba estaba muy vivo, ¡muy vivo y gozoso! Pero ¿cómo decírselo a sus padres? (continuará).

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